Perteneciente al llamado grupo de los Novísimos, compartió contexto y estética (hasta cierto punto) con Vázquez Montalbán, Martínez Sarrión, José María Álvarez, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero y Ana María Moix, si bien renegó de su membresía al igual que todos sus compañeros poetas. Pasó la mayor parte de su vida recluido en psiquiátricos desde que, en 1968, ingresase por primera vez. Para conocer más detalles sobre su vida, la biografía El contorno del abismo (Tusquets, 1999), escrita por J. Benito Fernández.
Dedicatoria
Más allá de donde
aún se esconde la vida,
queda
un reino, queda cultivar
como un rey su agonía,
hacer florecer como un
reino
la sucia flor de la
agonía:
yo que todo lo prostituí,
aún puedo
prostituir mi muerte y
hacer
de mi cadáver el último
poema.
De
Last River Together, 1980.
Poseía una cultura inmensa, que reflejaba tanto en sus versos como de viva voz. Su poesía, inclinada al hermetismo en ocasiones, fue siempre vehemente y descarnada, rupturista. De entre su ingente obra destacan Por el camino de Swan (1968), Así se fundó Carnaby Street (1970) o Teoría (1973). Huerga y Fierro, editorial de Panero en sus últimos años, prepara un poemario inédito que, presumiblemente, se llamará Rosa enferma y aparecerá en otoño. La editorial Visor publicó en 2001 su Poesía completa 1970-2000, un libro que pasó desapercibido pese a su valor en el universo literario español.
Su muerte no menos poética que su vida: solo y solo seis días después de que muriese la que fue su especulado amor platónico y compañera de etiqueta generacional, Ana María Moix. Leopoldo, de quien se dijo compartía genialidad y gestos con el también loco Artaud, incomodó con su presencia y sus palabras a los pocos que se atrevieron a acercársele, quizá porque las verdades que profería eran incomprensibles o inabarcables para sus interlocutores. Quizá porque las verdades siempre son violentas y hacen agachar la mirada. Quizá porque la libertad que Leopoldo se impuso solo era accesible al asomarse a un abismo, al suyo, y como cualquier mirada desde allí, desde el abismo, asustaba.
La
poesía destruye al hombre...
La poesía destruye al
hombre
mientras los monos saltan
de rama en rama
buscándose en vano a sí
mismos
en el sacrílego bosque de
la vida
las palabras destruyen al
hombre
¡y las mujeres devoran
cráneos con tanta hambre
de vida!
Sólo es hermoso el pájaro
cuando muere
destruido por la poesía.
De El último
hombre, 1984.
Para cerrar el obituario, me
vienen a la garganta una breves palabras que le leí a Angélica Liddell en su
obra Perro muerto en tintorería (2007).
Sirven como homenaje a Leopoldo no solo por su significado, sino también por el
juego metaliterario al que no puede escapar ningún poeta: “Y, como dijo
Beckett, el ano es el final de la boca, y también dijo, el que pueda entender
que entienda”.
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