Leopoldo María Panero

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panero

Ha muerto el poeta Leopoldo María Panero, 65 años de genialidad e irreverencia a sus espaldas. La genialidad: su poesía. La irreverencia: de la mano de su locura. ¿Nada más irreverente que un loco? Sí, Leopoldo: un loco consciente de serlo, lúcido al hablar de ello; irreverente por ser el último miembro de su familia en caer, siendo desde muy joven el más abocado a la muerte; el más irreverente no por ser loco, sino por querer serlo.

Muchos lo conocimos en El Desencanto (1976), soberbio documental de Chávarri sobre la familia Panero. Cautivados por su personalidad y sus palabras corrimos a sus versos, para descubrir que estos, al igual que sus ojos, encaramaban al vacío.



Perteneciente al llamado grupo de los Novísimos, compartió contexto y estética (hasta cierto punto) con Vázquez Montalbán, Martínez Sarrión, José María Álvarez, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero y Ana María Moix, si bien renegó de su membresía al igual que todos sus compañeros poetas. Pasó la mayor parte de su vida recluido en psiquiátricos desde que, en 1968, ingresase por primera vez. Para conocer más detalles sobre su vida, la biografía El contorno del abismo (Tusquets, 1999), escrita por J. Benito Fernández.



Dedicatoria


Más allá de donde

aún se esconde la vida, queda

un reino, queda cultivar

como un rey su agonía,

hacer florecer como un reino

la sucia flor de la agonía: 

yo que todo lo prostituí, aún puedo

prostituir mi muerte y hacer

de mi cadáver el último poema.


De Last River Together, 1980.

 


Poseía una cultura inmensa, que reflejaba tanto en sus versos como de viva voz. Su poesía, inclinada al hermetismo en ocasiones, fue siempre vehemente y descarnada, rupturista. De entre su ingente obra destacan Por el camino de Swan (1968), Así se fundó Carnaby Street (1970) o Teoría (1973). Huerga y Fierro, editorial de Panero en sus últimos años, prepara un poemario inédito que, presumiblemente, se llamará Rosa enferma y aparecerá en otoño. La editorial Visor publicó en 2001 su Poesía completa 1970-2000, un libro que pasó desapercibido pese a su valor en el universo literario español.


Su muerte no menos poética que su vida: solo y solo seis días después de que muriese la que fue su especulado amor platónico y compañera de etiqueta generacional, Ana María Moix. Leopoldo, de quien se dijo compartía genialidad y gestos con el también loco Artaud, incomodó con su presencia y sus palabras a los pocos que se atrevieron a acercársele, quizá porque las verdades que profería eran incomprensibles o inabarcables para sus interlocutores. Quizá porque las verdades siempre son violentas y hacen agachar la mirada. Quizá porque la libertad que Leopoldo se impuso solo era accesible al asomarse a un abismo, al suyo, y como cualquier mirada desde allí, desde el abismo, asustaba.

 


La poesía destruye al hombre...


La poesía destruye al hombre

mientras los monos saltan de rama en rama 

buscándose en vano a sí mismos

en el sacrílego bosque de la vida

las palabras destruyen al hombre

¡y las mujeres devoran cráneos con tanta hambre

de vida!

Sólo es hermoso el pájaro cuando muere

destruido por la poesía.


De El último hombre, 1984.


 

Para cerrar el obituario, me vienen a la garganta una breves palabras que le leí a Angélica Liddell en su obra Perro muerto en tintorería (2007). Sirven como homenaje a Leopoldo no solo por su significado, sino también por el juego metaliterario al que no puede escapar ningún poeta: “Y, como dijo Beckett, el ano es el final de la boca, y también dijo, el que pueda entender que entienda”.



      

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