El segundo largometraje de
los realizadores israelíes Aharon
Keshales y Navot Papushado ha
sido aclamado en festivales y laureado por la crítica internacional. Es difícil
no encontrar junto al nombre del film —en críticas, carteles, tráiler— la
sentencia de Tarantino: “La mejor
película del año”, quizá el comentario más ansiado para cualquier director de
corta carrera por su efecto amplificador.
Un thriller que aborda la pedofilia con un ingrediente novedoso
en la temática: el humor negro. Un
riesgo que podría ser la clave del éxito de esta narración que, por otra parte,
no muestra nada que no hayamos visto ya, o casi: la acción transcurre en un
Israel sin atisbo de conflicto bélico. Huyen así los realizadores de la imagen
a la que nos tienen acostumbrados las representaciones del país en cuestión.
Este contexto común podría llevar al
espectador a empatizar con la historia, algo imprescindible en este tipo de
relatos: esas niñas raptadas podrían ser hijas de cualquiera de nosotros. Pero entonces,
como una especie de contrapunto a ese espacio compartido, entra en juego el
tono, ese intento de conjugar la crudeza del tema con cierta jocosidad y cinismo,
que a mí en particular —lo expreso así porque precisamente el tono es lo más
alabado del film— me impide sintonizar con la historia. El tono de Big Bad Wolves me
irrita.
Los
realizadores se ríen de todo, de los personajes, la
tradición, los estereotipos culturales, más como ejercicio de estilo que como
herramienta retórica. Mis emociones van tropezando ante un discurso que
no me hace reír pero tampoco me genera tensión o desasosiego. Es un thriller lánguido,
lo sé, al estilo de los norcoreanos. Pero estos solo introducen la comicidad
—cuando lo hacen— con cuentagotas, como rasgo humanizador del personaje, como consecuencia de su humanidad y no
como golpe de efecto. Estos Grandes Lobos Malvados son casi parodias. Hay algo
de Tarantino, claro, pero más en la teoría que en la práctica. Cada personaje
de Tarantino podría protagonizar un film completo, una saga incluso, mientras
que estos Lobos no son nadie fuera de la situación a la que han sido abocados
por sus creadores; podrían estar en cualquier otro sitio, mientras que los de
Tarantino están donde deben estar, el destino los ha puesto allí: hay fatalidad
en su esencia.
Puede aducirse que Keshales
y Papushado
han buscado crear algo cercano a un subgénero
propio, una digresión de otros ya consolidados, y quizá lo hayan logrado.
Pero no funciona para mi gusto, ya que en ninguna de sus vertientes emociona:
ni divierte ni intriga. Con todo, es una propuesta interesante, con una
facturación irreprochable, buenas interpretaciones y un par de giros
argumentales que hacen avanzar la historia por buen camino.
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