‘Una noche en el Viejo México’, un film de Emilio Aragón
Tras la proyección de Pájaros
de papel, su primera película, en la Semana del Cine Español en Los
Ángeles, unos productores se acercaron a Emilio
Aragón para preguntarle si estaría interesado en dirigir proyectos que no
fueran suyos. Como consecuencia de su respuesta afirmativa recibió un guión
firmado por el veterano William D.
Wittliff (Leyendas de pasión). Y
junto al libreto una condición: el protagonista debía ser Robert Duvall. Aragón no lo dudó.
En torno a Duvall se fueron agrupando los demás miembros del reparto: Jeremy Irvine, Angie Cepeda, Luis Tosar,
Joaquín Cosío, Javier Gutiérrez y Jim Parrack.
El viejo ranchero Red
Bovie (Duvall), se ve forzado a abandonar su granja y sus tierras debido a las
deudas. En el trasiego de la mudanza conoce a su nieto Gally (Irvine), que se
presenta por sorpresa para conocer a su abuelo. Despechado de todo y sin dinero, Bovie decide viajar a México para
pegarse una juerga, sin importarle mucho qué piense al respecto su nieto.
Cruzada la frontera y entrada la noche se topan con Patty Waters (Cepeda), una
cantante fracasada que se sumará al periplo. Una serie de casualidades envolverá
a los demás protagonistas en la aventura.
Un
drama demasiado inocente que se torna en thriller tontorrón.
El film es casi un homenaje a Duvall y a la intrépida y juvenil vejez que
representa. De hecho, esa es la reivindicación de su personaje, Bovie, aquello
de que la edad real es la de nuestro espíritu. Para demostrarlo y recalcarlo,
además del constante diálogo vigoroso y la inagotable energía con que ha sido
dotado, Bovie se enfada cada vez —y son unas cuantas— que alguien le recuerda
su edad.
Ni siquiera gana la película con la aparición de Panamá (así se llama el personaje de Tosar), que remite a una mediocre copia del papel de Bardem en No es país para viejos (2007) —un asesino sin piedad y parco en palabras—. Y no solo Tosar, sino todo y todos los demás, incluido Duvall y la localidad mexicana recreada, empalagan al ceñirse tan bien a los estereotipos en base a los que han sido confeccionados. Una pacatería excesiva, quizás ese sea el fallo más grande, que la intención de embellecer —en un sentido ingenuo y superficial— se deja notar en cada momento, que todo pretende ser demasiado simpático. Y es que la sangre es sangre y debe manchar cuando salpica.
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